Hado

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Ella regresó. Las manos vacías, un tango en la memoria, demasiado ebria como para articular ni siquiera una canción que guiase sus sentimientos. Era la mirada vidriosa del silencio. Se le podía ver ya sentada, ya entorpeciendo un baile, su silueta a contraluz mascando con un gesto amargo el desengaño. El objeto de su deseo se había transformado, en un acto irreversible, hasta el punto de parecer, sino de ser, aquello de lo que siempre habría huido.


La jaula suspendida, la monotonía del cielo, el mismo aire que encerraba la respiración en el unísono repicar de las tazas. Era un tiempo completo –pluscuamperfecto­- y lo que ahora estrujaba en sus manos había sido, al comienzo, una ingenua historia, una forma transparente que se retorcía e hinchaba: con un cuello exagerado sólo gemía, implorando no existir. Ella sólo sentía el deseo lujurioso de la ira, en tanto que el presente se desleía en entrecortadas palabras que dejaban abismales espacios alfabéticos, gráficos, de un (im)palpable horror semántico.

Al menos se podía sentir como un batallón de insectos trepando por su nuca. Una última polilla descansó en su mano inmóvil que goteaba sangre. Habría de encontrarla con la mirada fija en la última estrella que resplandecía en aquella noche ajena al tiempo. Viva, estaba. Sólo que ya había caminado el temible pasaje del papel hacia la corporal sensación del sonido, del trazo.

Y ahora habita en mí, doblemente bruja y maliciosa, ha regresado a mí, cantando un tango del cual YO no conozco la letra.

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