Quimera

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Con los pulmones cubiertos de hollín el psiconauta retumbó a través del vientre de la bestia, envuelto en sus alas fracturadas, deslizándose y cayendo en cascadas, un descenso entre las esporas atenuadas de sinuosa y centelleante estructura. En su visión quimérica, El Resplandor apenas rozó su rostro haciéndole olvidar toda agonía y deterioro del cuerpo. Todas las mentiras yacían con la Dama Pálida, sobre la quebradiza hierba.

El crepúsculo filtró perezosas manchas a través de los paneles polvorientos, trayendo consigo aleteos huecos y mesetas susurrantes en canto de cadencias sin alma, a medida que sus ojos, vaciados en el paisaje onírico, estallaban en lechosos borbotones mancillando la íntima piel de ébano, toda ella. Despertando, adentrándose, más allá de la bomba sanguínea, bombeando, subiendo a la cabeza, tímpanos sollozando mientras las escamas de la mujer se arrastraban y alternaban espejos y lentes y refracciones –un poliedro de mil ojos atrapado en la grieta ávida de sus labios inflamados, malice and rouge, ataviada en óleos escarlata y lienzos sedosos, de gusano - el psiconauta como una piedra preciosa incrustado en sus febriles pupilas. Carnosas membranas replicando ecos, en ciertos momentos una llovizna le recordaba los miembros ligados, la corona de cuernos, la quimera ascendiendo del fangoso residuo, justo en el enrevesado circuito de la mente.

Un roer constante atrajo su atención hacia las sombrías colinas de la mujer: una rubia rata con dientecillos perlados, - entrañable chucho- había mordisqueado el sudario que la cubría, exponiendo las dóciles entrañas de la Dama Antinatura , forzando a la vellosa Aurora sobre los rostros en conjura, con todo y heroína, navegando a través de translúcidos fulgores, pensamientos en hojuelas y confeti brillante. Con un dolor delicioso, la fusión en perfecta sincronía desencadenose –hasta el último vestigio lunático- formas enroscadas, rasgos devorados, cajas de dientes riendo neciamente, imágenes anunciándose mutuamente con un clic, con un puf.

La mañana que siguió lo hubo de acariciar con vetas de nauseabundos fuegos fatuos, ojos vidriosos desmoronándose en la nerviosa resaca de San Pedro. Enajenado por la calcinante risa de la Dama en Cenizas, la carnívora flor –de mil ojos, enceguecedoras alhajas- conjuró su frágil melena, revolviendo el espectáculo de su orgasmo – negro carbón y mordisco rubicundo salpicando purpúreos puntitos en el majadero ojo del abismo.

Años (¿o momentos?) más tarde una remembranza de su juventud subió a rastras por sus varicosas piernas, posándose como un manto sobre su boca demacrada, empapada y meliflua con la memoria de sus dúctiles rizos - la entrada secreta hacia una carnalidad violentamente arrobada. No obstante, el espíritu todavía vivía dentro de los nebulosos ojos, los dientes perlados, la cerosa muñeca que él aferraba con crispadas manos. Con una mueca transfigurada la figura se disolvió en sus manos, arrastrándolo al interior del más prodigioso sueño a ojos abiertos, esfumándose en inauditas siluetas que humeaban de su calva testa.

A medida que los vértices inter-densidad se aleaban, una extenuante nueva visión avivó en llamas a los espantos ya olvidados y canosos, a las desgreñadas siluetas siempre onerosas; cuerdas convulsionadas se alzaron de entre el crujiente escenario, el personaje de sí mismo traducido en garabatos y mitos de serpientes subterráneas y mujeres demonio. El hombre volvió en sí, la conciencia en astillas, la visión de rayos x desplomándose, casi rebanando los contornos de lo ordinario, revelando un deus ex machina ataviado con bandas de möbius. Podía casi que degustar los opiáceos divagando en moléculas a través de fastidiados poros y lenguas áridas: lunas arremolinándose mientras sus alargados rasgos titilaban en sintonía con los ojos femeniles, desintegrado por el caprichoso grito de las flameantes cabezas, cuasidivinas.

-Qué pasa, ¿ha perdido la cabeza? -una voz áspera disparó un reconocimiento de tiempo y espacio: visiones de una fisgona serpiente en una deslustrada gabardina, pipas encendidas y cuerpos blandos rodeados por carcajadas y oscilantes senos –una reacción en cadena al nivel celular detonó los fusiles hemisféricos en tanto el cordón espinal se desgajaba del cerebro, dispersándose en nuevas configuraciones de ángulos congruentes; briboncillos en fuga y hadas muertas arrojadas sobre el campo de batalla. Desprovisto de todo propósito, el cadáver del psiconauta se desplomó como un atuendo desgastado, gotas instantáneas de sangre rodando en lentos movimientos, expelidos sobre sus aturdidas memorias físicas, hormigueantes lagrimales e intestinos rugiendo la última letanía de la corporeidad. Un ridículo sombrerito de papel aluminio cayó al piso sucio; la mujer-fiera desapareció de la escena, limpiándose su horrible boca infestada con un enjambre de pena, éxtasis alado.

El condescendiente –aunque un poco lambón- doctor vino después del té. Diagnóstico: demasiado opio en sus carbonizados pulmones, sin duda alguna, dijo examinando una esponjosa y fragante pieza de arcilla que justo empezaba a formar una costra sobre los viscosos labios del psiconauta muerto.

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